Por Laura Gámez Cersosimo
Uladislao Gámez Solano no fue solo un nombre que aparece en los libros de historia o un ministro que transformó la educación del país. Él fue mi abuelo, el Guayacán como muchos lo conocían, el hombre que me enseñó que el conocimiento no solo se encuentra en los libros, sino en el corazón de quienes luchan por un mundo mejor. Y aunque su legado es inmenso, para mí siempre será el abuelo que me contaba historias, que me hablaba de justicia y que me mostró que la educación es el camino para cambiar vidas.
Fue un arquitecto de la educación costarricense, un hombre que entendió que el verdadero progreso de una nación nace en las aulas. Su vida estuvo marcada por una pasión inquebrantable por la enseñanza, convencido de que la educación debía ser un derecho para cada niño y joven en Costa Rica. Su legado no solo se mide en decretos y políticas, sino en las miles de vidas que transformó gracias a su inquebrantable compromiso con el conocimiento y la justicia social.

Mi abuelo creció en una época en la que Costa Rica empezaba a soñar en grande, en los años 1909, en su amada Esparza. Desde joven, supo que su misión sería llevar la educación a todos los rincones del país, especialmente a aquellos donde nadie más quería llegar. Y lo hizo. No solo con políticas y decretos, sino con una pasión que contagió a todos los que lo rodeaban. Recuerdo cómo me contaba que, en sus viajes a las zonas rurales, veía en los ojos de los niños la misma curiosidad y ganas de aprender que él había tenido de pequeño. Esa fue su motivación: asegurarse de que nadie se quedara sin la oportunidad de estudiar.
Como Ministro de Educación Pública, en 1949 impulsó la educación secundaria gratuita, una decisión que cambió el destino de miles de jóvenes costarricenses e inmigrantes nacionalizados en el país.
Pero más allá de los logros públicos, lo que siempre admiré de él fue su convicción de que la educación no era solo un derecho, sino una herramienta para construir una sociedad más justa, equitativa y de oportunidades.
En casa, nos repetía una y otra vez: “La educación no es un gasto, es una inversión en el futuro de la patria”. Y esas palabras no eran solo un lema; eran el reflejo de cómo vivía, su compromiso para transmitir conocimiento, abrir caminos, liberar mentes y formar ciudadanos conscientes de su papel en la sociedad costarricense.
Mi abuelo no era un hombre de discursos que se esfuman en el aire, era un hombre de acción. En sus giras dentro del país durante su gestión visitaba escuelas, y lo hacía para ver con sus propios ojos cuales eran las necesidades de los estudiantes y los maestros. Sabía que detrás de cada número o estadística, había una persona con sueños y desafíos. Y eso es algo que siempre me enseñó: a ver más allá de las cifras, a entender que cada decisión tiene un rostro humano.
Don Lalo fue un hombre visionario que entendía la importancia de la educación como herramienta de cambio social. En un país que acababa de abolir el ejército y que buscaba reinventarse, vio en la educación la herramienta para construir una sociedad pacífica y próspera. Su papel en la reforma educativa de los años 50 fue crucial. En un momento de transformación nacional, tras la abolición del ejército y con una Costa Rica en búsqueda de identidad, el Guayacán entendió que la única manera de construir un país verdaderamente democrático era garantizando educación para todos. Bajo su liderazgo, se consolidó la enseñanza como un cimiento del desarrollo costarricense. Creía firmemente en que cada decisión tomada debía responder a un ideal más grande: una Costa Rica educada, justa y progresista.
En 1957 con la creación de la Ley Fundamental de la Educación, se sentaron las bases para un sistema educativo moderno para Costa Rica. En las décadas de 1950 y 1960, el país destinó a próximamente entre el 3% y el 4% de su PIB a la educación. Este porcentaje con los años ha variado alcanzando su pico del 7.35% en 1980 y situándose en un 6.75% en el año 2020.
En la familia, mi abuelo era un pilar. Nos enseñó el valor de la humildad, de la honestidad, del trabajo duro y de la perseverancia. Aunque su labor como ministro lo mantenía ocupado, siempre encontraba tiempo para compartir. Era un hombre que amaba a su familia y que inculcó sus principios en todos nosotros.
Recuerdo las tardes en las que nos reunía en su casa en Heredia para contarnos historias de su infancia, de sus luchas y de sus sueños para Costa Rica. Esas conversaciones no solo nos unieron como familia, sino que nos dejaron una enseñanza clara: que el verdadero éxito no se mide en títulos o reconocimientos, sino en el impacto que tienes en la vida de los demás. Por eso las puertas de su hogar siempre estuvieron abiertas para todos los estudiantes y maestros que quisiera compartir y enriquecer sus conocimientos.
Hoy, cuando veo las escuelas que siguen funcionando gracias a su visión, los maestros que inspiran a sus alumnos y los jóvenes que tienen acceso a una educación gratuita y de calidad, siento un orgullo inmenso.
Sé que su legado no solo está en las políticas que implementó, sino en las vidas que transformó. Y aunque ya no está físicamente con nosotros, su espíritu sigue vivo en cada aula, en cada maestro y en cada niño que tiene la oportunidad de aprender.
Este reconocimiento como Benemérito de las Letras Patrias, no es solo un homenaje a su memoria; es un acto de justicia, un recordatorio de que su lucha por la educación, la igualdad y la justicia social sigue siendo relevante. Es el reflejo de la huella profunda que dejó marcada en Costa Rica, una confirmación de su entrega, sacrificio, y amor por la educación trascendieron su tiempo y siguen siendo fundamentales para el país. Es también la reafirmación de los valores que él defendió; el compromiso con el conocimiento, la igualdad de oportunidades y el desarrollo de una nación a través de la enseñanza.
Para mí, es además un motivo de orgullo, pero también una responsabilidad. Es un llamado a seguir honrando sus valores, a mantener viva su visión de una Costa Rica educada y equitativa.
Mi abuelo no fue solo un ministro o un educador; fue un hombre que creyó en el poder de la educación para cambiar el mundo. Y aunque su nombre esté escrito en los libros de historia, para mí siempre será el abuelo que me enseñó que, la educación no solo forma ciudadanos capaces de discernir la verdad en tiempos convulsos, sino que también ciudadanos que saben dialogar, escuchar y ejercer su derecho a una democracia real y duradera en busca de una patria más justa y equitativa.
Su legado nos deja la creación de innumerables escuelas en todas las zonas del país, la expansión de la secundaria en zonas rurales, la educación técnica pertinente para la competitividad, la modalidad nocturna y la Educación Superior Universitaria entre ellas: la Universidad Nacional de Costa Rica, y la Universidad Fundepos antes National University.
Por eso, mientras haya educación, habrá esperanza. Y mientras haya esperanza, su legado seguirá vivo.
Este artículo refleja las opiniones de los firmantes y no necesariamente representa la postura del consejo editorial de este medio.